lunes, 20 de octubre de 2008

Poemas de la tierra, el alma y la sangre



















Cuando llegue hasta Tí.



Cuando llegue hasta Tí, no me despidas,
no repases las cuentas de mi vida.
¡Te llevaré tan poco...!
Sólo podré ofrecerte
un puñado de rosas, que, marchitas,
te hablarán de mi paso,
peregrino en busca de una luz
entre las gentes, que Tú me regalabas
y un poco de papel,
en donde fuí vertiendo mi latido.








La abuela

La abuela

 

Amaneció a la vida en el otoño,
cuando lloraba el mosto de los carros
y brillaban los cantos y los niños
seguían a las galeras, jadeantes,
hasta verlas perderse tras las cales
de las últimas casas, revestidas
de plata por el sol en despedida.

Su infancia fue un latido
pequeño, entre las mozas
de una casa muy grande,
que fue de sus abuelos
y los abuelos de estos otros años.
Pequeño su paisaje, entretenido,
de la casa a las eras,
suaves, calvas y llanas,
límite de su mar y su horizonte,
donde vio a sus hermanos,
con el lamento breve de un fandango
temblando entre los labios,
sumergirse en las mieses,
con el cuerpo bañado
de polvo y de sudor
y los ojos brillantes,
erguidos en la tabla de la trilla.

El quejido del carro con la aurora,
la voz recia de bronce, bajo el alba
de los bravos gañanes,
los cascos de la mulas, resonando
en las piedras gastadas,
alertaron sus ojos mil mañanas,
aún antesque el clarín del sol primero
hiriese las ventanas.
Luego el lento pasar de la jornada,
los troncos, crepitando en sinfonía
de labriegos y campo,
bajo la amplia campana
de la dulce cocina, cofre antiguo
de paredes ahumadas y ennegrecidas vigas,
de serijo y bargueño...

Las mozas de la casa
escriben en las telas, a punzadas,
calladas ilusiones en sedas de colores,
soñando silenciosas
con el mozo curtido por los soles
y las lluvias de abril,
o las blancas nevadas del año que comienza.

Preludio de campanas en la pequeña iglesia:
es hora de oración.
Las mozas y la madre,
con la mirada baja,
descifran su rosario lentamente
en rutina amorosa y desgastada.

Con las primeras sombras
poniendo enredaderas en las casas,
suena ronco el portón,
que regresan los hombres
con olor a retama,
sonando cascabeles, susurrando tonadas.
El puchero murmura perezoso
en su lecho de ascuas.

Los hombres sueñan tierra junto al fuego,
el padre lía en silencio su tabaco,
perdida la mirada entre las brasas,
cargado con la nieve de los años,
mientras golpea su mano encallecida
la rueda del mechero,
arrancando luceros de la piedra...
 





La abuela, moza aún, dejo la casa
con las primeras yemas en las viñas
y se marchó a crear una mañana,
compañera del mozo enamorado,
otro nuevo horizonte de cielo y de viñedos,
con el sabor amargo de la tierra
y la miel de la brisa, el sol y los latidos
de cada atardecer y cada aurora.

Sólo vivió de sueños
la corta primavera de su vida.
En el arcón quedaron sus desvelos
de luces de candil, ilusionados,
sus manteles de paz acrisolada,
los bordados de amor junto a las cepas,
los sueños de ilusión tras los cristales;
y se fue marchitando, lentamente,
desde el hijo primero hasta el octavo.

Con las primeras horas de su otoño
pintándole las sienes,
dio el adiós doloroso
al mozo, recio un día
que se durmió callado
en un atardecer, dejando sombras
de una pena sencilla en sus entrañas.

Un retrato amarillo de otros días,
hablando en soledad de madrugada
silencios de nostalgia y de caricias,
le acompaña en su andar y su "ir tirando".

Los hijos se marcharon a otras tierras,
perdida su batalla y su sendero.
Ella es parte cansada de un recuerdo,
de su tierra y su sol, de su tonada,
que se quedó a esperar en el silencio;
y sus hilos de plata son testigos
de aquel mar de otras horas, desolado,
que se perdió en la nada.

En muchas ocasiones acaricia
la chaqueta de pana desteñida
y sus ojos, perdidos en los años,
llueven con paz, besando sus arrugas,
mientras el sol se pone en el ocaso.

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